Queridos jóvenes:
Hemos llegado ya a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia,
donde el próximo año, en el mes de julio, celebraremos juntos la XXXI
Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos
guían las palabras de Jesús recogidas en el “sermón de la montaña”.
Hemos iniciado este recorrido en 2014, meditando juntos sobre la primera
de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el
tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante nos queremos dejar
inspirar por las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque
ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. El Jubileo de la Misericordia
Con este tema la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la
Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes a
nivel mundial.
1. Misericordiosos como el Padre
El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el
Padre» (cfr. Misericordiae Vultus, 13), y con ello se entona el tema de
la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la
misericordia divina.
El Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios
términos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero,
aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su
pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede
traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno
materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el
de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se
olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus
entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15).
Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno,
sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.
En el concepto bíblico de misericordia está incluido lo concreto de un
amor que es fiel, gratuito y sabe perdonar. En Oseas tenemos un hermoso
ejemplo del amor de Dios, comparado con el de un padre hacia su hijo:
«Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero
cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; [...] ¡Y yo había
enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no
reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con
ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura
contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os
11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un
castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo
arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el
perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con
la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se
conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. [...]
Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural,
hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae
Vultus, 6).
El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como
síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre
del Padre (cfr. Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta
sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su
compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en
Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia.
En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres
parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda
perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas
tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él
siente cuando encuentra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la
alegría de Dios es perdonar! Aquí tenemos la síntesis de todo el
Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda
perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia
libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido
todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un
padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero
permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos,
en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de
esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que
regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría,
cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón» (Ángelus, 15
de septiembre de 2013).
La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a
experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día
en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una
iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza
especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la
Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la
vida!
Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia,
podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la
certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando,
antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le
buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos
busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene
un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello... ¡No
teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es
encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo
misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la
Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que
siempre nos perdona!
Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta
mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones
y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con
esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor
te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos
ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores»
(Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?
Sé lo mucho que ustedes aprecian la
Cruz
de las JMJ – regalo de San Juan Pablo II – que desde el año 1984
acompaña todos los Encuentros mundiales de ustedes. ¡Cuántos cambios,
cuántas verdaderas y auténticas conversiones surgieron en la vida de
tantos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda! Quizás se hicieron
la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He
aquí la respuesta: ¡La cruz es el signo más elocuente de la misericordia
de Dios! Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para
con la humanidad es amar sin medida! En la cruz podemos tocar la
misericordia de Dios y dejarnos tocar por su misericordia. Aquí quisiera
recordar el episodio de los dos malhechores crucificados junto a Jesús.
Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el
otro, en cambio, reconoce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice:
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Jesús le
mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el
Paraíso» (cfr. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos?
¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el
otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de
todo corazón? En el Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz,
encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida
como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.
2. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en
recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta
Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el
Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad
bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don,
del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente
para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan:
«Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de
Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no
ha conocido a Dios, porque Dios es amor. [...] Y este amor no consiste
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y
envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados.
Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos
los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado a ustedes en modo muy resumido cómo ejerce
el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerirles cómo podemos
ser concretamente instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro
prójimo.
Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él
decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo
del mísero modo que puedo, visitando a los pobres». Pier Giorgio era un
joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón
misericordioso, sensible a los más necesitados. A ellos les daba mucho
más que cosas materiales; se daba a sí mismo, empleaba tiempo, palabras,
capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción,
sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Cuando tú des
limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que
tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Piensen que un día antes de su
muerte, estando gravemente enfermo, daba disposiciones de cómo ayudar a
sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se
quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos
desconocidos, que habían sido visitados y ayudados por el joven Pier
Giorgio.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de
Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que
en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de
nuevo las obras de misericordia corporales: dar de comer a los
hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger
al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a
los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales:
aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los
pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar
pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los
difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero
sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser
discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo
de hoy.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponer que para
los primeros siete meses del año 2016 elijan una obra de misericordia
corporal y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Déjense
inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina
Misericordia de nuestro tiempo:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo
jamás recele o juzguesegún las apariencias, sino que busque lo bello en
el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las
necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos
[...]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable
negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y
perdón para todos [...]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a
socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo»
(Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy
concreto y exigente, pues implica las obras. Una de las obras de
misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica,
es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien
consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y,
sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles
manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la
rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir
felices» (Misericordiae Vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo
tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones tan
diferentes, hay tantas guerras y hay incluso quien usa la propia
religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al
Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen
daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían
crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La
justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y
misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos
uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de
nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del
mundo entero!
3. ¡Cracovia nos espera!
Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la
ciudad de San Juan Pablo II y de Santa Faustina Kowalska, nos espera con
los brazos y el corazón abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha
guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde
han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia de nuestro
tiempo. Juan Pablo II había intuido que este era el tiempo de la
misericordia. Al inicio de su pontificado escribió la encíclica
Dives in Misericordia.
En el Año Santo 2000 canonizó a Sor Faustina instituyendo también la
Fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el
año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús
Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y
esperando que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra,
llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de
la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la
misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y
el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de
la Divina Misericordia en Cracovia, 17 de agosto de 2002).
Queridos jóvenes, Jesús misericordioso, retratado en la imagen venerada por el pueblo de Dios
en el santuario de Cracovia a Él dedicado, les espera. ¡Él se fía de
ustedes y cuenta con ustedes! Tiene tantas cosas importantes que decirle
a cada uno y cada una de ustedes... No tengan miedo de contemplar sus
ojos llenos de amor infinito hacia ustedes y déjense tocar por su mirada
misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una
mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar sus almas,
una mirada que sacia la profunda sed que demora en sus corazones
jóvenes: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad.
¡Vayan a Él y no tengan miedo! Vengan para decirle desde lo más profundo
de sus corazones: “¡Jesús, confío en Ti!”. Déjense tocar por su
misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se conviertan en
apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la
oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta
desesperación.
Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo – del que habló San
Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los
confines de la tierra. En esta misión, yo les acompaño con mis mejores
deseos y mi oración, les encomiendo todos a la Virgen María, Madre de la
Misericordia, en este último tramo del camino de preparación espiritual
hacia la próxima JMJ de Cracovia, y les bendigo de todo corazón.
Desde el Vaticano, 15 de agosto de 2015
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
FRANCISCO